Recuerdo
Me veo y siento, trabajando en una de esas grandes mesas de dibujo técnico. La mesa, suave al tacto, de color claro e inclinada toda ella unos 20º, está situada frente a una gran ventana. En el margen derecho de la mesa hay un paralex desmontado; me molesta un poco al dibujar, pero no me decido a guardarlo en otro sitio. Tampoco se donde ponerlo y acabará por el suelo, lugar del que será retirado cuando friegue, para quedarse definitivamente de manera provisional; de nuevo en la mesa.
Otra pieza que me molesta un poco al dibujar, es una estilizada lámpara tipo flexo con pinza, colocada en la otra esquina de la mesa, frente al paralex. El viejo flexo ha perdido toda tensión y es imposible mantenerlo erguido; siempre acaba re-plegandose a su posición de reposo. Parece un flamenco-robot durmiendo. Cuando lo necesito, tengo que estirarlo y ponerle algún lápiz entre las varillas metálicas para que se aguante erguido e ilumine la mesa; o gran parte de ella. Luego me olvido y al moverlo, salta toda la ingeniería creada y el flexo vuelve a su posición de descanso, con la cabeza escondida entre las varillas metálicas, ligeramente avergonzado de su edad y del estropicio de lápices caídos encima de la mesa.
Dos palmos por debajo de la superficie de la mesa hay otro tablero; es donde tengo mis herramientas de trabajo: lápices, colores, tintas, tramas, acuarelas, anilinas y el eterno vasito con tres dedos de agua y varias puntas de Rotring sumergidas, a la espera de que me decida a lavarlas.
Está a punto de anochecer y el amarillento sol que entra por la ventana resalta las pequeñas rugosidades del papel, un Oxford A3 de 140 gr, en el que estoy esbozando con un lápiz bastante blando, casi un carboncillo, un logo para una revista.
Llevo puestos unos walkman, aunque la cinta se acabo hace rato y no se oye nada. Da igual. Me se todas las cintas de memoria, errores incluidos.
Con en el silencio de la música, oigo el fino raspado de la punta del lápiz sobre el papel.
Me gusta ver como se desplaza el lápiz, sentir a través de él, las pequeñas rugosidades de la superficie y soplar con cuidado, de vez en cuando, para eliminar el polvillo negro que deja.
Recuerdo muchos olores y tactos. La tinta china, las gomas Milán nata, el pegamento de las tramas, el plástico del Letraset, el frescor de las acuarelas tras abrir su caja metálica, la madera de la caja de Rotrings, el olor de las virutas al sacar punta a los lápices de colores, los diferentes aromas de los libros que me rodean amontonados, medio abiertos y llenos de post-its, el celo Scotch satinado y por encima de todos los olores, uniéndolos y cuajando el ambiente típico de un estudio, los Cigarrillos Ducados que de vez en cuando me fumaba.
Todos estos falsos recuerdos recuerdo.
Y los recuerdo muy bien aunque…
… cuando dibujaba en esa mesa no me deleitaba con los olores, ni los ruidos, ni las texturas. No me interesaba la luz entrando por la ventana y destacando las texturas del papel. Los percibía porque estaban allí y eran parte de mi trabajo, pero no me importaban, o más bien, no les prestaba atención. Seguro que también oía el transito, las tuberías o las sopas y cocidos del mediodía y esto no entra dentro de mis recuerdos.
Lo que me preocupaba era quedarme sin letras en la hoja Letraset, cortar mal las carísimas tramas, limpiar los Rotrings y los pinceles, vaciar el vaso de yogur Danone lleno de virutas, comprar más papel y cuchillas para el cuter, o cosas de este estilo. Pero el tiempo y las películas han hecho que mi recuerdo, aunque falso, sea ese y me gusta conservarlo así. Táctil, orgánico, emocional. Es la parte de mi historia, que utilizo para construir la memoria, de lo que me explico que soy.
Ahora, cuando trabajo utilizo una tableta Wacom conectada a mi iMac. Dependiendo de la punta que le pongo al lápiz óptico, consigo imitar un poco la sensación del lápiz clásico sobre el papel. La música que escucho viene del iTunes del Mac, y no tengo ni idea de que sonará; hay casi cien megas de canciones. Los Rotrings, las tramas, las hojas Letraset, las acuarelas, etc. han sido sustituidos por software de dibujo e ilustración y los libros que se amontonaban bajo la mesa, están guardados en un armario, cerrados y limpios de marcas, son objetos de fetichismo. Internet es mi inspiración.
La luz ya no entra a raudales por la ventana, porque crea brillos en el monitor, aunque la vista que tengo desde mi casa es mucho mejor que la que tenía en mi apartamento de BCN, y por suerte, ya hace mucho tiempo que me fume el último Ducados.
No hay olores, no hay ruidos (excepto el sutil zumbido del Mac), no hay sensaciones táctiles, ni manualidades que hacer, no hay localización. Por no haber, no hay ni trabajos que mostrar, pues están todos en los discos duros del ordenador y en el servidor virtual de Dropbox, vete tu a saber en que país.
En esta asepsia artística vivimos muchos. Ni nos damos cuenta de lo mucho que nos hemos distanciado del contacto físico con nuestra obra, el entorno y las herramientas que utilizamos.
Hoy, al volver a recordar mi juventud, he decidido olvidar la crisis. He encendido la impresora, ‘la buena’, la de las pruebas para los clientes. He puesto una hoja de un papel especial HP para impresión de obras de arte en el cargador, ese tan caro. He abierto una ilustración creada hace unos días. He seleccionado los ajustes de máxima calidad y la he imprimido.
Hoy he vuelto a tener en las manos un trabajo mío -con su tacto y su olor- y me ha gustado mucho; sentirlo. Aquí y ahora.
Táctil, orgánico, emocional.
Y he pensado, ¿Y ahora qué?
Aquí y ahora. Observo las paredes de mi casa, veo la luz del invierno que entra por las ventanas, oigo el sutil zumbido de la Tramontana y siento el recuerdo del olor del zumo de naranja y pan tostado del desayuno de mi hija.
Y yo, con la ilustración entre mis manos, pensando que hacer. Y me hace sentir bien. Aquí y ahora.
¿Qué tiene esto que ver con la política Europea?
Mis falsas memorias del pasado llenan mi presente, me hacen a ser consciente de quien soy y donde estoy, y me ayudan a construir un futuro de nuevas memorias.
La cultura de nuestra sociedad, es en gran parte la memoria de muchas personas; una memoria falsa e interesada como todas, pero importante porque les define y marca su futuro. Si no nos gusta nuestro presente, sin valores, sin confianza, institucionalizado, centrado en el dinero, sin empatía, racionalizado, lleno de egoísmos, miedo, competitividad y nacionalismos de Estado, quizás, en vez de simplemente atacar las memorias de los otros y criticar su manera de vivir, sería mejor empezar a crear nuevos relatos. Dar nuevas memorias a la sociedad, recuerdos que llenen el presente y nos ayuden a construir un futuro mejor.
Hilos al pasado hay tantos como futuros deseemos
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